De todos los lugares visitados en nuestro viaje a Islandia, creo que Jökulsárlón se lleva la palma en cuanto a impacto visual-sensitivo, al menos para mí. La culpa lo tiene internet, sin duda, porque son tantas las veces que hemos visto las majestuosas cascadas de este país que cuando llegas a ellas ya sabes más o menos lo que te puedes encontrar, sin que por ello dejen de ser realmente impactantes para nuestros sentidos, ¡menudas son!…
A pesar de haber visto algo de este glaciar, llegar a él me impactó muy especialmente, quizás por lo repentino y rápido de su aparición en la carretera, o quizás por la forma de «presentarnos» mutuamente, todavía no lo sé. Al llegar, el agua nos acompañó sin cesar ni un minuto pero la ausencia de gente, la calma, la falta de ruido y ese silencio que lo envolvía todo me hacía hablar incluso en tono bajo, como no queriendo despertar a un imaginario gigante habitante de aquellos hielos. Un glaciar maravilloso que llega al mar, hielos rotos, inquietos, moviéndose de aquí para allá, pequeñas aves sobrevolando o nadando entre el inmenso lugar, y el silencio guardándolo todo, ligeramente alterado por los susurros y el chisporreo de la lluvia que caía plomiza y sin cesar. Apenas una cafetería al otro lado y un pequeño aparcamiento sin asfaltar. Un espectáculo natural casi inalterado difícil de olvidar.
Fotografiamos de dos en dos; mientras uno sujetaba el paragüas el otro disparaba a pulso. Malos encuadres, la lluvia imperturbable, sin un solo minuto de tregua, nubes sin volumen… He de confesar que estaba más a sentir todo aquel espectáculo que a llevarme una imagen memorable difícil de lograr con aquellas combinaciones. Disfrutamos como niños porque son momentos en los que la adrenalina baila por las venas, el corazón se agita y el tiempo acaba, irremediablemente, deteniéndose, contagiado por el congelado paisaje…
Definitivamente, no te quieres ir de allí.
Una sopa pide quedarte ya caliente y bajo techo el resto del día pero tenemos que continuar. Visitamos la playa desde el coche con la esperanza de volver a pasar por este mismo lugar al día siguiente y tener mejor suerte, ya en el retorno de nuestro alojamiento más alejado del viaje.
Y llegamos por la mañana de regreso a la negra playa donde desembocan tantos y tantos cristales de hielo. El paisaje es lunar y muy diferente al nuestro, un paisaje nunca visto: arenas volcánicas, rastros blancos de las olas, diamantes naturales fragmentados por toda la playa, paz y silencio…De nuevo esa inquietud y esa alegría te recorre el cuerpo para dibujarnos una sonrisa en la cara, fiel reflejo de lo que se siente en estos lugares que no quisieras abandonar. La adrenalina te mueve de aquí para allá, todo lo quieres captar… Algo tienen de especial estas localizaciones cuando tantos fotógrafos y visitantes se detienen aquí desenfundando sus cámaras e inmortalizando estas negras arenas bañadas por el frío mar. Solo el tiempo nos pudo apremiar para abandonar tan bellísimo lugar regalándonos un maravilloso recuerdo que habitará por siempre en nosotros. ¡Belleza de lugar!.
Ya en casa el arrepentimiento por no haber encontrado mejores encuadres nos embarga ligeramente, pesarosos por las malas luces o por no ejecutar técnicamente mejor aquellos momentos… Pero ya da igual. Con la excusa de la fotografía buscamos, en el fondo, inquietudes, sensaciones, vivencias, recuerdos… todo aquello que nos haga sentir más vivos y felices. En este rinconcito de la bellísima Islandia creo que supimos encontrar un trocito de todo esto. Jökulsárlón fue un lugar lleno de magia y enigmático, un lugar difícil de olvidar…